domingo, 14 de abril de 2013

Jose luis Sampedro


Otra persona de las grandes que nos ha dejado....el domingo pasado, silenciosamente pero seguro que se marchó con su sonrisa puesta. ¿Habrá sirenas en el sitio donde está ahora?



la sonrisa etrusca

En el museo romano de




Villa Giulia el guardián de la Sección Quinta continúa su




ronda. Acabado ya el verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a ser

aburrida; pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la saleta de


Los




Esposos


con creciente curiosidad. «Estará todavía?», se pregunta, acelerando el paso




hasta asomarse a la puerta.

Está. Sigue ahí, en el banco frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo

la bóveda: esa joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta entelada en ocre

para imitar la cripta originaria.

Sí, ahí está. Sin moverse desde hace media hora, como si él también fuese una figura

resecada por el fuego de los siglos. El sombrero marrón y el curtido rostro componen un

busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin corbata, al uso de los viejos de allá

abajo, en las montañas del Sur: Apulia o, más bien, Calabria.

«¿Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se

atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como

todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por inexplicable

respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a su presencia, concentra

su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la pareja humana.

La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus

pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su

espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca

el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla

quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos

alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible:

sabia y enigmática, serena y voluptuosa.

Focos ocultos iluminan con dinámico arte las figuras, dándoles un claroscuro palpitante

de vida. Por contraste, el viejo inmóvil en la penumbra resulta estatua a los ojos del

guardián. «Como cosa de magia», piensa éste sin querer. Para tranquilizarse, decide persuadirse

de que todo es natural: «El viejo está cansado y, como pagó la entrada, se ha sentado

ahí para aprovecharla. Así es la gente del campo». Al rato, como no ocurre nada, el

guardián se aleja.

Su ausencia adensa el aire de la cripta en torno a sus tres habitantes: el viejo y la pareja.

El tiempo se desliza...

Quiebra ese aire un hombre joven, acercándose al viejo:

-¡Por fin, padre! Vámonos. Siento haberle tenido esperando, pero ese director...

El viejo le mira: «¡Pobre chico! Siempre con prisa, siempre disculpándose... ¡Y pensar

que es hijo mío!».
-Un momento... ¿Qué es eso?

-¿Eso?


Los Esposos. Un sarcófago etrusco.



-¿Sarcófago? ¿Una caja para muertos?

-Sí... Pero vámonos.

-¿Les enterraban ahí dentro? ¿En eso como un diván?

-Un triclinio. Los etruscos comían tendidos, como en Roma. Y no les enterraban,

propiamente. Depositaban los sarcófagos en una cripta cerrada, pintada por dentro como

una casa.

-¿Como el panteón de los marqueses Malfarti, allá en Roccasera?

-Lo mismo... Pero Andrea se lo explicará mejor. Yo no soy arqueólogo.

-¿Tu mujer?... Bueno, le preguntaré.

El hijo mira a su padre con asombro. «¿Tanto interés tiene?» Vuelve a consultar el reloj.

-Milán queda lejos, padre... Por favor.

El viejo se alza lentamente del banco, sin apartar los ojos de la pareja.

-¡Les enterraban comiendo! -murmura admirado... Al fin, a regañadientes, sigue a su

hijo.

A la salida el viejo toca otro tema.

-No te ha ido muy bien con el director del museo, ¿verdad?

El hijo tuerce el gesto.

-Bueno, lo de siempre, ya sabe. Prometen, prometen, pero... Eso sí, ha hecho grandes

elogios de Andrea. Incluso conocía su último artículo.

El viejo recuerda cuando, recién acabada la guerra, subió él a Roma con Ambrosio y

otro partisano («¿cómo se llamaba, aquel albanés tan buen tirador?..., ¡maldita memoria!

») para exigir la reforma agraria en la región de la Pequeña Sila a un dirigente del

Partido.

-¿Te ha acompañado hasta la puerta dándote palmadas en el hombro?

-¡Desde luego! Ha estado amabilísimo.

El hijo sonríe, pero el viejo tuerce el ceño. Como entonces. Fueron precisos los tres

muertos de la manifestación campesina de Melissa, junto a Santa Severina, para que los

políticos de Roma se asustaran y decidieran hacer algo.

Llegan hasta el coche en el aparcamiento y se instalan dentro. El viejo gruñe mientras

se abrocha el cinturón de seguridad. «¡Buen negocio para unos cuantos! ¡Como si uno no

tuviera derecho a matarse a su gusto!» Arrancan y se dirigen hacia la salida de Roma. A

poco de pagar el peaje, ya en la Autostrada


del Sole, el viejo vuelve a su tema mientras



lía despacio un cigarrillo.

-¿Enterraban a los dos juntos?

-¿A quiénes, padre?

-Ala pareja. A los etruscos.